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Ella vive condenada y yo sin mermelada

Ella se para a las 5 am, se baña, prepara el desayuno de los niños y alista su uniforme antes de hacerle parada a la combi. Yo me paro a las 7 am, me baño, bajo con el desayuno medio preparado y alisto mi computadora. Ella llega a su trabajo cansada y preocupada por sus hijos, tiene que permanecer sonriente por al menos seis horas más. Yo comienzo a trabajar con chanclas listas y el cabello suelto, sentada y despreocupada. “Estoy para servirle”, ella repite incansablemente siempre sonriente, mientras las noticias suenan de fondo. “Solo un párrafo más y bajamos por papas”, me digo sonriente, mientras suena una serie de fondo. Pasan siete horas. Ella toma sus cositas, cubre su cara y se sube a la combi. Yo cierro mi computadora, lavo mi cara y me acomodo en el sillón. Después de un trayecto sin sonrisas, ella llega a casa recibida con abrazos y besos, otra vez la máscara feliz y despreocupada. “¿Y si les pasa algo por mi culpa?”, se pregunta mientras prepara la cena. “¿Será que hay más mermelada?”, me pregunto mientras preparo mi cena. Ella sonriente los acuesta y con la cabeza llena de ansiedad y estrés se va a la cama agotada, lista para repetir todo de nuevo mañana. Yo escribo cómodamente entre las cobijas pensando en ella…

En diez días las mujeres de México hemos parado en dos ocasiones: el 9 de marzo a manera de protesta voluntaria y ahora como respuesta obligatoria ante una pandemia. Hemos convertido el quedarse en casa en un símbolo de resistencia y protesta para la mujer, aun cuando la inactividad fuera del hogar es sinónimo de opresión. Hoy, en tiempos cuasi apocalípticos, las implicaciones de permanecer a salvo en casa por días o semanas es igual a privilegio. El COVID-19, conocido popularmente como coronavirus, ha resultado en una de las peores pandemias y crisis económicas de nuestros tiempos; los gobiernos poco preparados y tomados por sorpresa han intentando establecer medidas para evitar su propagación y sus letales efectos. En México, así como en otros países del mundo, se ha popularizado la medida #QuedateEnCasa como una estrategia de distanciamiento social que podría prevenir el crecimiento exponencial de la curva de contagios. Sin embargo no todos ni todas podemos darnos el lujo de permanecer en casa durante la apocalíptica cuarentena.

Varios medios, así como comunicados de prensa de organizaciones civiles y organismos internacionales, han expresado su preocupación por las mujeres que están condenadas a quedarse bajo el mismo techo que sus abusadores, aquellas que sufren violencia de género y como una prolongada cuarentena podría empeorar su situación. En México, al igual que en otros países del mundo como Uruguay, Argentina y España, se han puesto a disposición líneas de emergencia para atender casos de violencia de género durante la cuarentena. Si bien, estas mujeres pueden tal vez tener el privilegio económico o laboral de permanecer en casa para evitar ser contagiadas o ser fuentes de contagio, eso desaparece en el momento en que son forzosamente encerradas con sus violentadores. Para aquellas que son madres de casa o niñas que asisten al colegio, sus horas de escape se ven nulificadas y corren más riesgo de morir en manos de un hombre que en manos de un virus. En México nos enfrentamos a dos pandemias mortales: la del machismo y la del virus COVID-19.

Por otro lado están todas aquellas trabajadoras que no pueden parar, no pueden permanecer en casa mientras el mundo se llena de pánico a su alrededor. El 9 de marzo las mexicanas recordábamos a aquellas trabajadoras de servicios, de hospitales, de limpieza que simplemente no podían parar. Para las comerciantes, las cuidadoras y todas aquellas que debían llevar el pan a casa ese día, el paro era un privilegio de clase. Hoy, la historia se repite para todas ellas, pero ahora no sólo corren el riesgo de ser señaladas o pueden manifestarse y protegerse con un pañuelo morado, hoy las trabajadoras salen con el peligro de enfermarse y enfermar a sus seres queridos. Mientras personas demasiado afortunadas, como yo y seguramente como tú – querido lector o lectora – disfrutamos de una película mientras tecleamos en nuestras computadoras, hay otras protegiéndose con un simple cubrebocas, subiéndose en los camiones, atendiendo a familias que no son las suyas con la esperanza de regresar sanas a casa. Luego están aquellas que arriesgan todo por salvar a otros, las doctoras, las enfermeras, las encargadas de desinfección y limpieza, las choferes, las cajeras, las trabajadoras de super mercados… Sus labores en esta época de pandemia y crisis económica resultan no solo peligrosas físicamente, sino que tienen un fuerte componente de trabajo emocional. Su desgaste, labor y trabajo va más allá de las actividades económicas o físicas que realizan, sino los sentimientos y actitudes juegan una parte crucial. En otras palabras, aquellas mujeres como las trabajadoras de restaurantes, supermercados, hoteles y hospitales están forzadas a permanecer en calma, amables y sonrientes, mientras la gente no obedece quedarse en casa, tose en su cara, les habla impacientemente o acude necesitada.

Ni qué decir de aquellas que tienen trabajos informales, que se sostienen de la gente que acude a sus puestos, de las familias clase-medieras que les piden cuiden a sus hijos y limpien sus pisos. En México hasta finales del 2018, del porcentaje femenino económicamente activo, solamente el 36% se encontraba en un empleo formal.

Y es que trabajar no es ya un privilegio, sino una necesidad. Una necesidad invisible para nuestros gobernantes que se burlan de la situación entre rifas y escapularios, que ignoraron ya la violencia contra las mujeres y continúan perpetuando una violencia sistémica contra las más vulnerables. Miles de mujeres en México y sus familias están condenadas a ser potenciales víctimas de una u otra manera… muchas lo serán del coronavirus, otras de violencia en sus casas y algunas de ambas. Por lo pronto, mientras leen estos pensamientos huecos y llenos de privilegio, reflexionen sobre su papel en esta época de cambios, cómo cuidarnos y cuidar de aquellos más vulnerables, qué problemas podemos ayudar a minimizar, qué responsabilidades debemos tomar. No olvidemos que hoy ella está condenada y a mí solo me falta un bote de mermelada.

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