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Miedo a la oscuridad

De niña cuando me preguntaban a qué le temía, contestaba que a la oscuridad y a las arañas.
La oscuridad era terrorífica para mi yo de cuatro años. Tal vez me saldría una criatura tenebrosa o me encontraría con una de esas sombras de las que tanto hablaban mis primos. Cada noche un cuento, el closet cerrado y las cobijas hasta la coronilla. La oscuridad me rodeaba, me devoraba.

Foto: Verónica Lira

Dicen que conforme crecemos nuestros miedos cambian o simplemente se van. Veinte años después aún le temo a la oscuridad. Claro que ahora no le tengo miedo a sombras y criaturas chupa sangre. Ahora la oscuridad se ha convertido en el punto ciego donde “una cosa lleva a la otra”, donde gritas y nadie te escucha. La oscuridad es donde las cosas se olvidan y las personas desaparecen. Es una cajuela con las manos atadas, un callejón con un extraño, la soledad de un cuarto y el último parpadear. Los monstruos en la oscuridad no son monstruos realmente, son personas, hombres, seres como tú y yo que han sido construidos por años y años. Se reproducen conforme la sociedad crece y su oscuridad continúa envolviéndonos, aterrándonos.

Pero el miedo a ellos, a su tiniebla, no solo es mío, es un miedo generalizado entre millones de mujeres alrededor del mundo. Un miedo que se vive en las calles de América Latina, colado entre los barrios y las favelas; en los pisos europeos entre copas de vino y aplausos de media noche; en las aldeas africanas, a manera de tradiciones y metralletas. Y es que quienes asechan en la oscuridad son reales, son primos, son tíos, son hermanos, son el vecino amigable y el taxista de confianza.

En todo el mundo los gobiernos, cómplices y creadores del oscuro abismo, buscan medidas para protegernos. Líneas telefónicas, campañas digitales, refugios sin recursos. Pero poco sirven, poco hacen para cambiar realmente; nuestro bienestar es solo una frase más en su discurso de campaña.

Y la oscuridad avanza.

En estos días de confinamiento obligado, creían que la sacarían de las calles, que los miedos desaparecerían. Luego llegó Ana Paola, violada y asesinada mientras su madre salía por las compras. Creían que una llamada o una “ley seca” controlaría a los agresores que se quedan con una. Luego llegaron Lorena y Lorena, apuñaladas y asesinadas en su propia casa. No ha pasado más de un mes y la oscuridad sigue creciendo, porque dan más miedo esos monstruos ocultos que un virus que ronda por las calles. Aquí te mata más un hombre que un estornudo.

Hay curvas que pueden aplanarse, oscuridades que logran ver la luz. Aquí, allá parece imposible aplanar la curva que nos mata, la oscuridad está encerrada con nosotras en un cuarto de 6×6, en el trayecto al supermercado, en el familiar que nos trajo provisiones. Y es que hoy ustedes aprenden a caminar con consciencia, guardando distancia, con el corazón taquicárdico y la mente en pánico, pero nosotras lo llevamos haciendo por años. Esta oscuridad es una curva que no se aplana.

Lamentablemente esta oscuridad es inevitable, existe con nosotros. Así que, tal como cuando era niña: un cuento, la puerta cerrada y la consciencia hasta la coronilla

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